domingo, 2 de diciembre de 2012

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Rubén miró el rostro de su hija dormida y se odió sin ser muy consciente de ello. Llevaba meses sin dormir bien, levantándose tres o cuatro veces por noche completamente despejado. Siempre era igual. Oía la débil respiración de su mujer, que dormía a su lado aplastada por el efecto de las pastillas y se ponía nervioso. Observaba su piel estirada, sus labios rellenos de silicona, su pechos  rotundos e indeformables así estuvieran en la posición más extraña del mundo. Siempre redondos, tersos, reluciente, duros. Era horrible. Pensaba en las muñecas hiperrealistas que compraban millonarios de todo el mundo para follarse la soledad. Siempre el mismo pensamiento. Siempre esas muñecas. Maldita la hora en que había visto el reportaje. Le había dado miedo. Esa noche se había acostado tan aterrorizado que le había hecho el amor a su mujer y había creído que sentía algo de nuevo. Pero a partir de entonces se había empezado a despertar en mitad de la noche. Nada espectacular. Nada de pesadillas y sudores fríos. Simplemente abría los ojos como si no hubiera dormido. Y la miraba. Y pensaba en esas muñecas vacías de vida. ¿Cuando había empezado Laura a operarse? ¿Por qué? Había sido guapa, una mujer grande y alta, de piernas interminables. Claro que también había sido alegre.  La había conocido en un bar de la playa, sirviendo copas, hacía tantos años. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Quince años? Tampoco era tanto. ¿O si?
Ahora miraba a su hija, como siempre que la noche era dura, y no lograba sentir paz. Se suponía que era su mejor obra. Todo lo que justificaba estar en este mundo lo tenía delante de sus ojos y no lograba sentir nada.
Cerró la puerta del cuarto de Beatriz la emperatriz (que pesada se había vuelto la niña desde que alguien la llamara así en el colegio) y fue a la cocina. En la puerta de la nevera un calendario pegado con un imán de special K indicaba las consultas y revisiones de su mujer en los próximos meses . Suspiró y abrió la puerta.  La luz iluminó su cara y se vió reflejado en el cajón de las verduras. Se asustó.  
“¿Que coño me pasa?”
En cuanto empezó a pensar que quizá era él quien necesitaba de verdad un psiquiatra se deshizo de esa línea de pensamiento, se obligó a elegir un par de lonchas de fiambre y  se preparó un pequeño bocadillo. Acto seguido se fue al  salón, encendió la televisión y  empezó a planificar el día de mañana. La presentación. 
En la tele el canal de noticias 24 horas hablába del enésimo recorte del gobierno. Una nacionalización. Seis mil despidos programados. Disturbios en las calles. Desahucios masivos. Suicidios. Todo se estaba desmoronando ahí fuera. Lo peor era que él se sentía igual. Se sentía como un viejo equilibrista cansado de no mirar abajo.  
Una voz  procedente de la entrada del salón le volvió a asustar de nuevo.

-Rubén, son las 5 de la mañana. ¿Qué estás haciendo?- la mitad del rostro de su mujer empezó a deformarse, súbitamente iluminado por las luces de un coche que circulaba cerca de la casa y que hizo que su figura proyectara sombras inusitadamente alargadas sobre los objetos del salón.  El efecto duró poco y pronto su cara se hundió en la oscuridad, preparada para escuchar la respuesta de Rubén.

-Tengo la presentación mañana, no podía dormir.

-A ti te pasa algo. Últimamente no eres tú. -dijo la mujer de Rubén.

-¿Algún tópico más, cariño?- Rubén disfrutaba haciendo sentir estúpida a Laura. Eran pequeños detalles, una frase aquí, una mirada allá. Un trae, ya lo hago yo,  en el momento preciso.  Lo hacía tan sutilmente que ninguno de los dos habría sabido de que estaba hablando en  caso de que alguien le preguntara por el tema.

-Estoy preocupada por ti. Si caes tu, ¿Qué pasaría con Beatriz? Sólo tiene 11 años.- dijo Laura.

-¿Estás preocupada por ella o por la cita con el Doctor Argüelles?-normalmente se habría arrepentido de decirle algo así, pero ahora era diferente. A lo mejor ella tenía razón, a lo mejor no era el mismo. ¿Pero qué había pasado?

-Me voy a la cama, sigue con tu presentación.

Rubén no contestó. Miró el bocadillo, le dio un bocado que no pudo tragar y se  levantó dispuesto a servirse un gin tonic. Pronto una fina línea anaranjada señaló el horizonte y delimitó a lo lejos las colinas, indicando la llegada de un nuevo día.
Otro igual, pensó Rubén. Otro igual.  Bebió un poco del gin tonic y se percató de que tampoco le apetecía el maldito trago.