lunes, 17 de diciembre de 2012

7


Allí, con el brazo extendido, a punto de llamar al timbre, no parecía tan buena idea. Pulsó el interruptor pero no funcionó. Llamó con gesto decidido golpeando la puerta con los nudillos y el sonido se escuchó fuerte en el interior de la casa del vecino. Ni siquiera sabía su nombre y allí estaba, con una botella de vino y un par de pizzas congeladas en la mano, esperando a que le abriera la puerta una persona con la que tan sólo había intercambiado unas cuantas frases sin importancia. Convenciones sociales de buen vecino.
La cara de sorpresa del suyo, al  abrir y verla así,  cual repartidora de pizza, fue mayúscula. Él iba vestido con un batín sacado de algún lugar anclado en el siglo cuarto y no decía nada, así que Alba tuvo que romper el hielo.
-Sus pizzas, vecino.
“¿Sus pizzas vecino?”
-Perdona, ¿cómo?- El vecino tenía la típica expresión facial insondable que indica que un cerebro concreto se haya en graves problemas para interpretar la situación en curso.
-Vale, me explico-dijo Alba-No tengo amigos, ni familia y me han despedido hace menos de una semana y cómo me he fijado que tú nunca estás con nadie tampoco, he pensado que, ya que esta noche es nochebuena, vaya, me está saliendo un villancico, pues eso, que si te apetece que la pasemos juntos, la nochebuena, me refiero.
-Esto...
-Mira, no te preocupes, mejor me voy.
-Vale.
-Vale.
Alba se giró a lomos de una intensa vergüenza, completamente acalorada. Estaba ya cerrando la puerta en la seguridad de su casa cuando oyó hablar a su vecino.
-¿Me dejarás vestirme, por lo menos?
Alba sonrió y abrió la puerta de nuevo.
-Sólo si te pones un traje con solapas anchas y pantalones campana.
El vecino sonrió extrañado.
-Es broma, supongo.
-Claro que es broma. Perdona, soy una estúpida.
-No, no, tranquila. Soy yo, que no entiendo los chistes.
-¿Que no entiendes los chistes? ¿Ninguno?
-No. Casi ninguno. Las bromas en general, el sarcasmo y todo eso se me da muy mal.
“Vaya”
-Bueno, pues nada de bromas.
-Si, así mejor. ¿Te pasas en una hora?
-Vale.
-Vale.
Y cerró la puerta.
Que cosa más rara de hombre, se dijo Alba. De físico no está mal, se seguía diciendo. Alto, fuerte. Bonitos ojos azules. Casi calvo. Se había rapado el poco pelo que le quedaba alrededor de la cabeza. Un buen gesto. Odiaba a los calvos con melena. Esa gente que no acepta su reflejante coronilla y deja que crezca el resto del pelo para compensar. Pero había algo en su bonita mirada azul que la asustaba. Era huidiza. Esquiva. Como si fuera un animal sorprendido por los faros de un coche cruzando la calzada.  ¿Una hora? ¿Quién necesita una hora para estar presentable? Ella iba en chándal.  
Al cabo de una hora Alba se observaba en el espejo del recibidor. Tenía ganas de echar un polvo, así que utilizó todas las artes olvidadas de la seducción elegante que había aprendido tiempo atrás. Se trataba de estar sugerente sin resultar ordinaria. Ahora se miraba sin parecer muy convencida. Vestido largo y alegre, con muchos colores y algo de escote, no mucho, pero el suficiente para demostrar que todavía tenía unos buenos pechos. Un poco de maquillaje, pero para tapar cosas, nada de resaltar otras.  
“Pareces un putón, lo llevas pareciendo desde que lo has abordado”.
Al fin, después de haberse cambiado varias veces y haber optado por la primera opción, volvió a llamar a casa del vecino. Abrió alguien completamente diferente. Se había vestido  con pantalones vaqueros y una americana de pana marrón con coderas encima de una camisa negra. Podría ser de su abuelo campesino o de alguna boutique de lujo de esas que se llaman como una persona.  Lucía recién afeitado. Le gustó.
Una mezcla de buenos olores llegó hasta Alba.
-¡Ostras! ¿A qué huele?
-Nada, he hecho unas tonterías para cenar-dijo señalando las pizzas congeladas de Alba.-No sería bueno cenar eso en nochebuena.
-¿Eso es un chiste?
-¿El qué?
-El juego de palabras. Bah, déjalo. ¿Puedo pasar?
El vecino se apartó de un salto.
-Claro que si, perdona. Bienvenida a mi hogar.
La casa estaba a oscuras así que tuvo que esperar en el pasillo a que la adelantara. Una vez en el salón lo que vio la dejó completamente sorprendida.
-Una cosa primero.-dijo Alba.
-Qué.- contestó el vecino poniéndose un poco tenso.
-¿Cómo te llamas?
-Ah, eso. Soy Rubén.
“Vaya, como mi Ruben”
-Vale, yo soy...
-Alba, ya lo sé.
-¿Y como lo sabes?
-El buzón del patio.
-Ala, que cotilla.
-No es cotilleo, estás al lado del mío.
-¿Y por qué yo no sé cómo te llamas?
-En mi buzón no hay nombre.
-¿Y eso?
-¿Cómo que y eso?
-Todo el mundo se pone el nombre en el buzón.
-Yo no.
Alba miró el extrañísimo aspecto del salón. De hecho, era el salón más raro que había visto en toda su vida.
-Vale.- dejó la botella de vino en el suelo.-¿Dónde dejo las pizzas?

jueves, 13 de diciembre de 2012

6


-Su mujer le ha llamado para ver si puede ir usted a recoger a la niña con el coche.
Rubén pasaba como una exhalación por el cuarto de su secretaria y por eso no se dió cuenta de la cantidad de libros que estaba escondiendo en el regazo mientras lo decía. Rubén había ido directamente a su despacho y se estaba quitando la corbata y la camisa sudada para ponerse otra nueva. Abrió un armario que ocupaba toda la pared de su espacioso despacho y eligió una entre las decenas que tenía. Miró desde las alturas los últimos rezagados en la manifestación. Todo había vuelto a la normalidad. La ciudad volvía a parecer el organismo mecánico de siempre. Malditos críos.
La manifestación, aparte de destrozar el parabrisas del coche, le había retrasado más de una hora. No es que el jefe le fuera a despedir, desde luego, él era el jefe. Pero el dueño de la marca en persona iba a estar en la presentación y eso no era muy habitual. Algo pasaba.
-Disculpe que le insista per...
-¡Ahora no!-gritó Rubén-¿No ves que estoy ocupado? ¡No me hables en los próximos dos días! ¿Donde están?
-¿Se refiere a la gente de Mentsis?
-No, me refiero a los extraterrestres. ¡Pues claro que me refiero a la gente de Mentsis!
La secretaria, Cristina, que era muy eficiente en su trabajo y jamás daba problemas, se echó a llorar. Estaba intentando contener las lágrimas y sabía que si se esforzaba las ocultaría desde las profundidades. No era muy alta, por usar una descripción benevolente, y desde aquella perspectiva siempre le había sido fácil ocultar los sentimientos. Pero esta vez iba en serio y le temblaba la voz.
-Están en la sala de juntas, señor.- Y se marchó. Se sentó rápida en el cubículo de su despacho y empezó a observar fijamente uno de los dos archivadores de la derecha, el falso, el que no contenía informes. Lo abrió, se quedó mirando un montón de libros y cogió uno:

“Tantas veces le había oído decir estas cosas, que no tenían ninguna novedad para él. Emma se parecía a las amantes; y el encanto de la novedad, cayendo poco a poco como un vestido, dejaba al desnudo la eterna monotonía de la pasión que tiene siempre las mismas formas y el mismo lenguaje. Aquel hombre con tanta práctica no distinguía la diferencia de los sentimientos bajo la igualdad de las expresiones. Porque labios libertinos o venales le habían murmurado frases semejantes, no creía sino débilmente en el candor de las mismas; había que rebajar, pensaba él, los discursos exagerados que ocultan afectos mediocres; como si la plenitud del alma no se desbordara a veces por las metáforas más vacías, puesto que nadie puede jamás dar la exacta medida de sus necesidades, ni de sus conceptos, ni de sus dolores, y la palabra humana es como un caldero cascado en el que tocamos melodías para hacer bailar a los osos, cuando quisiéramos conmover a las estrellas. "
-Que maravilla-susurró en voz baja llevándose el libro al pecho y cerrando los ojos. 

Ya estaba mejor.

Rubén fue corriendo hasta la sala de juntas, se paró en el umbral de la puerta, cerró los ojos, respiró abdominal y profundamente siete veces  “¿En que mierda de libro he leído eso?” y abrió.
Dentro reinaba un silencio expectante. Eso es lo que más le llamó la atención. No las caras serias de un lado y  otro de la mesa, todas vueltas hacia él. No la persona que estaba de pie mirando por los ventanales con expresión austera. El silencio. Había unas doce personas dentro de la habitación y no se oía un alma.
-Disculpe la tardanza, señor Robles.- dijo Rubén-La manifestación. Los chavales no me han dejado llegar a tiempo. Incluso me han destrozado el parabrisas.
El señor Robles, a todas luces la persona mayor que miraba hacia abajo a través del ventanal, ni siquiera se giró para hablar.
-Llevo aquí casi una hora esperando. Los chavales no tienen nada que ver. Usted debería haberlo previsto. Como todos nosotros.- Entonces se giró y habló con una sonrisa cordial que contradecía completamente la gelidez de su mirada-Pero eso ya no se puede solucionar, ¿Verdad? Las ventas han bajado, Rubén. Enséñanos lo que tienes.
Algo en lo más recóndito de su cerebro empezó a mandar señales de alarma, pero se deshizo de ellas.
-Permítame decirle que la crisis...
Robles levantó un brazo para hacerlo callar.
“Ojalá estuviera con Alba ahora, ¿Por qué pienso tanto en ella hoy? ¿Quería decir Laura? No. Era Alba”
Pero en cuanto se acordó de su mujer se quejó su estómago. Se sentó en una silla, antes que su cliente. Todos sus empleados se dieron cuenta del detalle y se miraron nerviosos. El dueño de Mentsis se lo quedó mirando extrañado.
-Ya hemos tenido en cuenta la crisis. Ha bajado más que nuestra competencia. Dinos que tienes. Ya.- Robles parecía dispuesto a no sentarse jamás en toda su vida.
Las señales se hicieron más fuertes hasta que una luz roja inundó completamente el mundo de Rubén.
“La memoria. Me he olvidado la presentación en el pendrive”.

martes, 11 de diciembre de 2012

5



Cada vez que Laura se despedía de su marido se daba cuenta que lo veía por primera vez. Era una sensación extraña, como si su cerebro se reiniciara.
Esta mañana había vuelto a pasar.  Rubén se había ido sin apenas darle un beso. Parecía otra persona. Triste. Estresado. Infeliz.  Nunca había sido el hombre más jocoso del lugar, la verdad, pero tampoco un muermo. Y por lo menos era atento con ella. Pero eso había cambiado desde que se habían mudado de nuevo a Valencia. .Algo había muerto en el interior de Rubén. A la vez que compraban cosas, morían otras.
"No me dí cuenta"

Laura era una chica de pueblo. Había trabajado toda la vida en la terraza de la heladería, viendo pasar veraneantes y chicos del lugar, aunque siempre era mejor la gente de fuera. Madrileños, valencianos, gallegos. Los pocos extranjeros que llegaban nunca podían entablar conversaciones con ella. En aquella época un inglés era como un extraterrestre. A saber que costumbres bárbaras traería. A saber de  que forma cuestionaba el evangelio. Laura iba a misa todos los domingos, claro. Pero en cuanto se fue de allí cambió las misas por otras formas de huída.

Fue al baño, mientras se acordaba de todo eso y cuando llegó se miró al espejo, abrió el cajón superior del tocador y cogió un blister casi agotado de pastillas. Sólo quedaban cuatro, así que tendría que ir al tanto si no quería encontrarse con que se habían agotado. Se tomó una.
¿Qué día era hoy? ¿Jueves? ¿Viernes? ¿Se estaba preguntando qué día de la semana era? ¿O del mes? Mejor ir a la cocina, al calendario de la nevera y mirar fechas. Se acercaban las visitas a los médicos y también tendría que estar al tanto de eso. Recetas. Que no se le olvidaran.
-Mamá, mamá- gritó Beatriz desde el fondo del pasillo- mira lo que he hecho.
Beatriz llegaba con el dibujo de una gran casa en un prado lleno de flores. Era infantil, de trazos imprecisos, pero bello, con gran equilibrio en los colores y las perspectivas. Laura se maravilló.
-¡Oh! ¡Que maravilla, Beatriz! Es precioso. ¿Sabes? Dibujas muy bien. Algún día serás una gran artista. ¡Colgarán tus cuadros de las paredes de  muchos museos! Trae y lo pongo en la nevera.
-¡No! Es para papi. Y no quiero ser artista.
-¿Ah no? ¿Y que quieres ser?
-¡Emperatriz!
-¿Y tú qué sabes qué hacen las emperatrices, renacuaja?
-¡Vivir aventuras y casarse con príncipes!-gritó Beatriz.
Maldito Disney, malditas sus películas, pensaba Laura. Les hacen creer que existen los príncipes azules. Bueno, no es culpa de Disney solamente. Nosotras nos lo tragamos bien a gusto. Los cuentos de todos.
-Ale cariño, ve a tu cuarto, hazte la cama mientras te hago el desayuno y te llevo al colegio.
Ya en la cocina, Laura se propuso hacer un gran desayuno completo consistente en un gran vaso de leche con cereales, una tostada con mermelada y un zumo de naranja natural, pero en cuanto empezó se dio cuenta de que sería una empresa demasiado complicada. Tendría que cortar el pan, extender la mermelada, calentar leche, cortar naranjas, exprimirlas, procurar que la niña no se manchara, hacer que se lo comiera todo en un tiempo prudencial y recoger y limpiar todo el estropicio. Miró a la nevera y sonrió. Era viernes y los viernes no venía la asistenta. Sonrió porque había acertado el día. No ocurría muy a menudo.
Cuando llegó Beatriz, un vaso de colacao caliente humeaba en la encimera.
-Bébetelo rápido que tengo que pasar por la farmacia antes de llevarte al cole, cielo.
-¡Quema!
-Pues cámbialo de vaso, ahora vengo.
Laura fue al baño de nuevo. Era raro, todavía notaba un poco de ansiedad matutina. Normalmente las ovaladas actuaban antes. Cogió el blister que se había dejado en el tocador y se tomó una más.
“Maldita sea, nunca las dejes al alcance de Beatriz”
Luego presionó sobre la penúltima pastilla del blister y cayó en su mano.
Se la tomó también. Ahora sólo le quedaba una. Tendría que pasar sin falta por la farmacia.
-Mami.
-Joder, que susto me has dado.
La niña había aparecido de sopetón en el umbral de la puerta del baño.
-¿Qué quieres, mi vida?-sonrió Laura.
“Es para papá”
-Nada, que ya estoy.-dijo la niña. En su espalda colgaba una mochila de tonos rosados de una película de Disney.
Laura y Beatriz pasaron los siguientes diez minutos buscando las llaves del coche. Finalmente las encontraron debajo del dibujo que “la emperatriz” había dibujado a su príncipe, Rubén.
“Ahora tendré que pasar por la farmacia a la vuelta del colegio”.
Cogió las llaves del coche y, justo cuando iba a cerrar la puerta del chalet, cambió de opinión.
-Espera Beatriz, tengo que ir al baño un momento.

viernes, 7 de diciembre de 2012

4

Alba recogió el cheque con el finiquito mientras luchaba por aguantar las lágrimas.  Hacía años que no lloraba. Llorando se mostraba debilidad.  Su padre le había dicho muchas cosas útiles en la  vida.  El orgullo es defensivo, por ejemplo. Que no te hagan creer que el orgullo es malo. Eso sí, sácalo cuando te ataquen,  de cualquier otro modo es vanidad.

-No te preocupes, te saldrá algo enseguida.- la condescendencia rebosaba en las palabras de Estrella,  directora  de la sección de recursos humanos  que había firmado la orden de despido.

-Ahórrate las palabras, Estrella.

Salió dando un portazo y sintiéndose insatisfecha. Tendría que haber largado un discurso encomiable, uno de esos discursos llenos de rabia y  verdad que ponían los pelos de punta cuando los veías en una película. Pero siempre había sido lenta para eso. A balón pasado se le ocurrían un montón de respuestas geniales para los más diversos enfrentamientos cotidianos. Se imaginaba volviendo a la situación de conflicto donde, por supuesto, siempre la esperaba el adversario para escuchar lo que tenía que decir.  Pero despertaba pronto con la respuesta en la mente  y un sabor amargo en la boca.  Un recordatorio de que en realidad no era tan lista.
Fue a coger el autobús pero se lo pensó mejor y decidió volver andando a casa. Era una hermosa mañana de Diciembre, de esas que el cielo está claro y hace mucho más frío que de costumbre.  
Al principio no se dió cuenta y por eso no le afectó, pero a poco logró quitar la vista de sus pies para fijarse en las calles. La navidad había llegado.  Escaparates llenos de ofertas y nieve tan falsa como las ofertas, luces intermitentes y horteras encendidas sin esperar a que se hiciera de noche, voces de niños cantando villancicos distorsionadas por el megáfono de algún almacén. Nunca le había tenido un rencor especial a la navidad. No era de ese grupo de personas que la critica y luego se sienten tristes cuando no vienen los reyes. Tampoco la defendía a capa y espada y , por supuesto, no era tan ingenua como para pensar que la navidad hacía mejor a las personas. Era una época bonita para disfrutar en pareja, con la familia y todo eso. Si tenías, claro.
“Yo pude tenerla”
Empezó a caminar más rápido, no quería ver nada. Ni renos de cartón piedra, ni muñecos, ni bombillas, ni abetos, ni guirnaldas, ni ningun motivo decorativo navideño. No quería detenerse en nada y mucho menos conversar con algún conocido. Volvió a mirarse los pies mientras apretaba el paso.
Aunque  estaba  ya relativamente cerca de casa, no creía que pudiera soportar cruzarse con alguien, así que aprovechó cuando un destello rojo se cruzó por la periferia de su visión. Alzó la cabeza y vio un bus deteniéndose en la parada. Se subió por los pelos. Ni siquiera se sentó, pues al cabo de tres minutos bajaría en la puerta de su casa. Había una parada justo enfrente del portal.

Ya estaba entrando en la seguridad del ascensor y apretando el botón correspondiente a su piso cuando la puerta se abrió de golpe.

-¡Hola!- dijo sonriendo el vecino de enfrente. Llevaba una bolsa opaca pero muy fina con una recipiente dentro que desprendía un intenso olor a comida. La levantó  -¿Quieres un poco?
Alba se dió cuenta que la estaba mirando fijamente, aunque sin verla. El vecino, sin embargo, la miraba a ella. De hecho, parecía estar leyendo su alma.
-¿Eh? No no, que va. Gracias.
Cuando salieron del ascensor cada uno se fue a abrir su casa. Alba oyó una voz a sus espaldas.
-Oye, si necesitas algo, ya sabes dónde encontrarme.
Se sintió extrañada. El vecino casi nunca abría la boca. Y mucho menos para ofrecer ayuda. Ni siquiera sabía como se llamaba.
-Estoy bien, gracias.-dijo sin volverse.
-Genial. Pues feliz navidad.
Alba cerró la puerta tras de si y se apoyó en ella. Fue entonces cuando la presa no pudo soportar la presión de la sal y sus ojos estallaron en lágrimas, tímidas primero, feroces e implacables al cabo de unos segundos. Se derrumbó así, apoyada contra el mundo, convencida de que nadie iría a levantarla.
-Feliz navidad-dijo mecida en los brazos helados de un viejo dolor conocido. 










lunes, 3 de diciembre de 2012

3


-Puta mierda-graznó Rubén mirando a los manifestantes que habían parado el tráfico.

No alcanzaba a ver el número de personas que había conseguido cortar la Gran Vía, pero no parecían muchos. Empezó a ponerse nervioso. Volvió a mirar el reloj y vió que había pasado cinco minutos. Tocó el claxon violentamente.  Otros coches lo imitaron. El sonido del rotor de un helicóptero se unió a la cacofonía  reinante y pronto se empezó a oír  el ruido seco  y amortiguado  de los rifles disparando proyectiles de goma.  Dentro del mercedes no corría ningún peligro, aunque sí lo corría el mercedes.  Cien mil euros rodantes.  Cien mil euros. ¿Y la casa? Casi medio millón de euros incrustados en una falsa colina, ubicada en una urbanización de las afueras de Valencia.  Familias pertenecientes a la nueva alta sociedad valenciana, alejada de los viejos clanes terratenientes  y habitada por cirujanos plásticos, futbolistas, concejales de urbanismo y  algún que otro agente de bolsa. Nunca se había sentido del todo cómodo. Y todo por dos palabras.
“Sin burbujas”
Su infancia había transcurrido con una mezcla entre el miedo a las palizas de su padre, siempre  prestas a zanjar cualquier asunto quisquilloso, y la alegría de corretear como un animal salvaje por la huerta que rodeaba Benimaclet, el barrio donde se había criado.
Más tarde, los amigos del colegio dieron paso a los de instituto tal como estaba previsto. Fue un estudiante mediocre.
“Casi medio millón de euros”
Rubén había querido viajar más,  estudiar arte dramático, bellas artes o no hacer nada. Fumar porros y tocar la guitarra con  su grupo “Los tremendos” . Eso era lo que mejor se le daba de adolescente. En aquella época era de las pocas personas en España que lo hacía. Fue de los primeros. Tocaba rock  anglosajón con sus amigos en una época en la que triunfaba la canción italiana y el Dúo Dinámico. También fumaban marihuana gracias a su inseparable amigo Alberto, hijo de un diplomático franquista que había pasado el régimen viviendo en Londres. De las visitas a su padre se trajo cientos de discos,  un arpegio en Sol, Re, Do  casi perfecto copiado de un tal Dylan y  unas semillas de aspecto insignificante que lo cambiarían todo. Ahora, casi a punto de concluir 2012 la calle olía a marihuana y su hija Beatriz estaba a pocos años de fumar su primer canuto. Rubén no fumaba hierba desde aquel viaje a la india. Después todo había cambiado. Toda su vida. Fue a raíz de aquello cuando empezó a hacer caso a su padre, a olvidar  la cara sin sentimientos de su madre, su propia rebeldía y  a empezar a estudiar  de una forma determinante y voraz. Quizá si no dejaba de memorizar cosas, debió pensar, podría olvidar otras.
La india lo cambió todo. A él, a su mundo. Ella lo hizo. Si era millonario era gracias a ella.
“No la nombres”
Dos palabras.
“Sin burbujas”
El joven rebelde había acabado estudiando publicidad . Fue algo que nunca había logrado perdonarse. Era creativo, lo sabía, así que utilizar su creatividad para vender cosas le parecía rebajarse, estar en la planta baja del arte. Pero su padre tenía razón. No quería regentar tiendas de ultramarinos.
Había acabado la carrera con buena nota, había encontrado trabajo en una firma de publicidad catalana y más tarde se había quedado una de las cuentas más valoradas de la compañía que estaba a nombre de una conocida marca de refrescos. Se la quedó tanto que  él mismo abrió su propia compañía en su ciudad natal, Valencia, llevándose a varias mentes muy creativas y unos cuantos clientes con cuentas millonarias, todas de refrescos y sus variantes.  Llegó el “Sin burbujas” que diferenció  a ese refresco de los dominantes e hizo que subieran sus ventas un diecisiete por ciento nada más lanzar la campaña. Fue una de esas chorradas geniales por las que no le gustaba su trabajo.
En el mundillo era muy conocido por esa historia. Tenía fama de ser un cabrón con talento.

Rubén se quedó mirando cómo corrían los manifestantes, perseguidos por los antidisturbios,  mientras pensaba en su pasado.

Lo demás vino rodado.  Mujer, millones, cochazos, mansión, hija, club de tenis y un vacío tan gigantesco como sutil que no conseguiría llenar con nada. No era dramático. No era horrible, sino más bien como una serena desesperación que mantenía bajo control gracias a todas las cosas que ocupaban su mente. Era como una segunda piel muy delgada, que le impedía ser él al cien por cien. Últimamente ese vacío parecía hacerse más presente  cada día que pasaba. Una música interminable y repetitiva que no sólo no cesaba, sino que cada vez se oía más alta.
Todo el éxito  del que disfrutaba jamás le había hecho sentir como al ser joven, cuando hizo ese viaje con...
“Nómbrala”
“Hace años que no lo haces”
“¿Cuánto tiempo ha pasado?”
El  repentino sonido de una bala de goma haciendo añicos la luna delantera del mercedes cortó  por un momento  el hilo  de sus pensamientos.
“Alba” -pensó.
 ”Se llamaba Alba”

domingo, 2 de diciembre de 2012

2

Rubén miró el rostro de su hija dormida y se odió sin ser muy consciente de ello. Llevaba meses sin dormir bien, levantándose tres o cuatro veces por noche completamente despejado. Siempre era igual. Oía la débil respiración de su mujer, que dormía a su lado aplastada por el efecto de las pastillas y se ponía nervioso. Observaba su piel estirada, sus labios rellenos de silicona, su pechos  rotundos e indeformables así estuvieran en la posición más extraña del mundo. Siempre redondos, tersos, reluciente, duros. Era horrible. Pensaba en las muñecas hiperrealistas que compraban millonarios de todo el mundo para follarse la soledad. Siempre el mismo pensamiento. Siempre esas muñecas. Maldita la hora en que había visto el reportaje. Le había dado miedo. Esa noche se había acostado tan aterrorizado que le había hecho el amor a su mujer y había creído que sentía algo de nuevo. Pero a partir de entonces se había empezado a despertar en mitad de la noche. Nada espectacular. Nada de pesadillas y sudores fríos. Simplemente abría los ojos como si no hubiera dormido. Y la miraba. Y pensaba en esas muñecas vacías de vida. ¿Cuando había empezado Laura a operarse? ¿Por qué? Había sido guapa, una mujer grande y alta, de piernas interminables. Claro que también había sido alegre.  La había conocido en un bar de la playa, sirviendo copas, hacía tantos años. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Quince años? Tampoco era tanto. ¿O si?
Ahora miraba a su hija, como siempre que la noche era dura, y no lograba sentir paz. Se suponía que era su mejor obra. Todo lo que justificaba estar en este mundo lo tenía delante de sus ojos y no lograba sentir nada.
Cerró la puerta del cuarto de Beatriz la emperatriz (que pesada se había vuelto la niña desde que alguien la llamara así en el colegio) y fue a la cocina. En la puerta de la nevera un calendario pegado con un imán de special K indicaba las consultas y revisiones de su mujer en los próximos meses . Suspiró y abrió la puerta.  La luz iluminó su cara y se vió reflejado en el cajón de las verduras. Se asustó.  
“¿Que coño me pasa?”
En cuanto empezó a pensar que quizá era él quien necesitaba de verdad un psiquiatra se deshizo de esa línea de pensamiento, se obligó a elegir un par de lonchas de fiambre y  se preparó un pequeño bocadillo. Acto seguido se fue al  salón, encendió la televisión y  empezó a planificar el día de mañana. La presentación. 
En la tele el canal de noticias 24 horas hablába del enésimo recorte del gobierno. Una nacionalización. Seis mil despidos programados. Disturbios en las calles. Desahucios masivos. Suicidios. Todo se estaba desmoronando ahí fuera. Lo peor era que él se sentía igual. Se sentía como un viejo equilibrista cansado de no mirar abajo.  
Una voz  procedente de la entrada del salón le volvió a asustar de nuevo.

-Rubén, son las 5 de la mañana. ¿Qué estás haciendo?- la mitad del rostro de su mujer empezó a deformarse, súbitamente iluminado por las luces de un coche que circulaba cerca de la casa y que hizo que su figura proyectara sombras inusitadamente alargadas sobre los objetos del salón.  El efecto duró poco y pronto su cara se hundió en la oscuridad, preparada para escuchar la respuesta de Rubén.

-Tengo la presentación mañana, no podía dormir.

-A ti te pasa algo. Últimamente no eres tú. -dijo la mujer de Rubén.

-¿Algún tópico más, cariño?- Rubén disfrutaba haciendo sentir estúpida a Laura. Eran pequeños detalles, una frase aquí, una mirada allá. Un trae, ya lo hago yo,  en el momento preciso.  Lo hacía tan sutilmente que ninguno de los dos habría sabido de que estaba hablando en  caso de que alguien le preguntara por el tema.

-Estoy preocupada por ti. Si caes tu, ¿Qué pasaría con Beatriz? Sólo tiene 11 años.- dijo Laura.

-¿Estás preocupada por ella o por la cita con el Doctor Argüelles?-normalmente se habría arrepentido de decirle algo así, pero ahora era diferente. A lo mejor ella tenía razón, a lo mejor no era el mismo. ¿Pero qué había pasado?

-Me voy a la cama, sigue con tu presentación.

Rubén no contestó. Miró el bocadillo, le dio un bocado que no pudo tragar y se  levantó dispuesto a servirse un gin tonic. Pronto una fina línea anaranjada señaló el horizonte y delimitó a lo lejos las colinas, indicando la llegada de un nuevo día.
Otro igual, pensó Rubén. Otro igual.  Bebió un poco del gin tonic y se percató de que tampoco le apetecía el maldito trago.

sábado, 1 de diciembre de 2012

1



El avión aterrizó en el aeropuerto de Barajas envuelto en la tormenta. Rubén y Alba habían vuelto en asientos contiguos aunque después de cinco años juntos no se habían dirigido la palabra en las quince horas de vuelo. Romper estando de viaje tiene ciertos inconvenientes. La vuelta es uno de ellos. Ahora caminaban absortos en sus pensamientos, sin mirarse, arrastrando las grandes maletas con ruedas por uno de los asépticos y brillantes pasillos de la terminal.  Al llegar a la altura de los servicios Alba se paró en seco.
—¿Qué te pasa? Estás amarilla.—dijo Rubén.
Alba tiró la maleta al suelo y salió corriendo hacia el lavabo de señoras. Una vez allí apenas tuvo tiempo de vomitar la cena del avión. Salió del retrete, se lavó, se miró al espejo y, después de un gran soplido, salió a la terminal de llegadas.
—¿Estás bien?-preguntó Rubén
—Sí. Ha sido el colofón de todo. La tormenta, la comida…todo.
—Claro- Rubén miraba al suelo.-Oye, podemos arregl…
—No. Ya está todo hablado, no hay nada que arreglar.
La lluvia caía con fuerza en la parada de taxis. Salió un hombre trajeado apresuradamente de uno de ellos. Rubén y Alba se miraron un momento como quien mira la fachada de  una casa en ruinas.
—Tuyo.-susurró apenas.
—Claro.-dijo ella dándole dos besos.- Adiós.
Alba metió sus bultos en el maletero con ayuda del taxista. Rubén se quedó mirando su pelo corto y ya sin rastas. Se había metido en el  coche y estaba cerrando la puerta cuando Rubén saltó y la cogió del brazo.
—Una cosa, Alba.
—¿Qué quieres? –cerró los ojos y las gotas de lluvia se deslizaron libremente desde pelo mojado de la frente hasta sus párpados, distribuyéndose desde ahí por el resto de la cara. Estaba hermosísima–Déjalo, por favor.
—Si, si, lo dejo, pero prométeme una cosa.-había un brillo urgente en el tono de voz de Rubén.-Prométemela.
—No es el momento de promesas, Rubén.
—Prométeme que dentro de veinte años me buscarás y volveremos a La India.
—¿Qué? Por Dios Rubén…
—Te lo digo en serio, volveremos a hacernos las fotos que perdimos.
__Es posible que la India no exista dentro de veinte años, es posible que nosotros no existamos, Rubén, ¿Te das cuenta de la tontería que estás diciendo?.
__Prométemelo.
A veces, Rubén le parecía encantador. Tenía una vena romántica, casi infantil, que lo convertía en un ser adorable, una persona que necesitaba cuidados y protección. A punto estuvo de decirle que subiera al taxi. Le llevaría a casa, le quitaría la ropa y le secaría con una toalla antes de...Pero eso hubiera sido un error. ¿O no? En cualquier caso, nunca lo sabría. Le acarició la cara y cerró la puerta.
Rubén permanecía de pie bajo la lluvia como un soldado vencido esperando las condiciones de la rendición.Miraba a través de las pequeñas serpientes de agua que reptaban por la ventana del taxi  hasta que esta se bajó descubriendo el rostro de la mujer que amaba. Alba sonreía con cara de lástima, cómo si se sintiera culpable. El coche arrancó y el sonido del motor  mezclándose con la lluvia se confundió con las palabras que salieron de la boca de la persona que, hasta ahora y desde hacía mucho tiempo, era el centro de su vida. Ahora se había convertido en su epicentro. Todo se tambaleaba. Pero más que dolor, eso vendría después, cuando lo hubiera asimilado todo, sentía que todo era irreal.  Incluso la lluvia estaba cayendo demasiado fuerte, a chorros, como en una película americana.
Prométeme que dentro de veinte años me buscarás y volveremos a La India.¿De verdad había dicho eso? Era increíble.
 -Te lo prometo.-logró balbucear Alba con hastío.
El taxi empezó a moverse por el denso tráfico del aeropuerto hasta que se perdió en la distancia y en el frío.
Era 23 de Diciembre de 1991.




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